Esta época sería, hará ya casi 10 años, cuando desayuné en una casa extraña.
Esta época sería, hará ya casi 10 años, cuando desayunamos en una casa extraña.
Y así pasó.
Tres amigas habíamos decidido ir a pasar unos días al pueblo. Esta vez eran fiestas y decidimos no mirar dentro de los coches aparcados y salir a pasarlo bien.
La cena fue genial, la fiesta inmejorable.
Pero cuando ya habíamos bailado, saltado, y cantado «Fly on the wings of love» con los primeros rayos de sol, el hambre empezó a apretar y la gente a desaparecer.
Dos chicos de la pista de baile, amigos de mi amiga, que habían bailado, hecho la pluma y disfrutado de la fiesta tanto como nosotras nos invitaron a almorzar en casa de uno de ellos prometiendo huevos de corral y tomates recién cogidos.
No nos pudimos negar y allí que fuimos los 5 en busca de su casa.
Dos minutos, tres calles y cuatro cuestas después estábamos frente a la fachada esperando a que él encontrara las llaves de la puerta en su pequeña bandolera.
– Vaya, pues parece que me las he dejado, pero no importa. Como mis padres son mayores y aún estarán durmiendo saltaré hasta la ventana del primer piso y bajaré a abriros.
Y así fue como conseguimos acceder a la cocina y disfrutar de uno de los mejores almuerzos de la historia. Él preparó la mesa y cocinó los huevos recién puestos por las gallinas de su padre. Comimos de frío y de caliente. De dulce y de salado. Hablamos mucho y reímos muchísimo, pero bajito.
Y cuando ya no pudimos comer ni reír más nos despedimos del anfitrión y salimos de nuevo a la calle junto a él, que volvió a cerrar la puerta principal sin tener las llaves.
– ¿Pero no te quedas ya a dormir?
– Si, pero me voy a mi casa.
Y FIN.
Así fue como no sé gracias a quién ni en qué cocina disfruté de uno de los mejores almuerzos de mi vida y de unos tomates de huerto espectaculares.
«Déjate adoptar por un pueblito bueno»